El horizonte en números rojos: cuando la deuda es emocional

Capítulo 1: Cartas desde la línea final

Nadie supo nunca si esas cartas eran reales. Pero llegaban.

Cada lunes, en el casillero 18 del antiguo edificio de correos de Estación Azul, aparecía un sobre gris con bordes negros. Sin remitente. Sin sello. Solo un nombre: Iván G., el lector anónimo.

Las cartas estaban fechadas siempre en el futuro. Algunas hablaban del colapso de mercados invisibles, otras sobre decisiones financieras tomadas bajo presión emocional. Todas compartían algo: un estilo narrativo limpio, íntimo, confesional. Y un concepto repetido como una herida: déficit de sentido.

Marta, bibliotecaria y miembro silencioso de una comunidad de lectores subterránea, fue la primera en archivarlas bajo la categoría lectura crítica sin clasificación. Con el tiempo, se convirtieron en objeto de análisis simbólico, y hasta en inspiración para una serie de debates sobre narrativa económica aplicada.

—¿Y si Iván no existe? —preguntó una noche Sofía, joven estudiante de ética literaria.

—Peor sería que existiera y nadie lo oyera —respondió Marta.

Cada carta contenía una cifra en rojo, como si fuesen páginas contables. Pero en vez de euros o acciones, medían otras cosas: horas de silencio, promesas no cumplidas, vínculos rotos. Era una forma de comprensión financiera creativa que nadie enseñaba, pero todos intuían.

Una de las cartas decía:

“Invertí en su tiempo, pero nunca me dijo cuánto le debía. Cuando se fue, la deuda quedó en mí. Aún no sé si se puede reestructurar.”

Otra, más breve:

“No todo déficit se resuelve. Algunos solo se narran.”

Sofía, impactada, comenzó a redactar su tesis sobre libros de economía ficticia con base en esas misivas. En lugar de teorías, citaba emociones. En lugar de modelos, usaba ficciones. El tribunal académico no supo cómo calificarla.

—Esto no es contabilidad —dijo uno de los evaluadores.
—No —respondió Sofía—. Es un balance de lo no dicho.

Al final, las cartas dejaron de llegar. Pero alguien —no se sabe quién— dejó un sobre con la palabra FIN. Dentro no había números. Solo una frase manuscrita:

“Si todo está en rojo, quizá solo falte cambiar la luz con la que miras el horizonte.”


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